El alma, el cuerpo y la poesía
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El alma, el cuerpo y la poesía


¿Será posible seguirle las huellas que deja la poesía en el cuerpo y en las almas? Octavio Paz cree que sí y va más hondo, se muestra, como un pensador que recoge la herencia filosófica liberal moderna: el hombre es esencialmente libertad; en libertad de su voluntad, como decían Rousseau o Kant. Tanto en su condición antropológica como política, la libertad constituye el fundamento ontológico de la condición humana. Desde esta perspectiva, el cuerpo está sometido a la libertad del alma. La metáfora de Descartes es reveladora: el alma es el capitán del navío al que llamamos cuerpo. Pero vista así, el alma libre no necesariamente da cuenta de la naturaleza total del hombre, del mismo modo como la libertad absoluta no permite comprender el mundo como necesidad. ¿Cuál es entonces la importancia del alma?


La ciencia contemporánea, dice Paz, ha ido más allá de las posiciones filosóficas modernas. Diversas investigaciones tienden a subsumir el alma en el cuerpo, de tal modo que el cerebro, por ejemplo, puede ser visto como una suerte de máquina interpretable desde modelos computacionales. Incluso se plantea el conocido problema de si en algún momento se podrá llegar a construir máquinas superiores y más inteligentes que el hombre actual cuya alma es apenas un componente más de esa construcción.







Paz muestra su desacuerdo con esta forma de concebir el alma, le atraen las exploraciones que hacen énfasis en el sistema nervioso, en la biología y la vida. El alma sería más comprensible si se estudia el funcionamiento del cuerpo en su relación con el entorno. Recupera la importancia del cuerpo. Octavio Paz afirma que: “El alma aparece en el cuerpo. El alma es el cuerpo. El cuerpo podría representar una forma de recuperación del alma”.

El alma es un laberinto y el cuerpo también es otro laberinto. Paz lo asume desde dos líneas que se cruzan y a la vez se separan. Por un lado, el cuerpo, a través del amor y el erotismo, permite la experiencia de la comunión tal como también lo logran la poesía o la fiesta. Comunión entre almas o comunión con el mundo.


La poesía, junto con el amor y el erotismo, juegan un papel decisivo en la relación de las almas y los cuerpos. Se podría quizás afirmar que son nuestra más genuina experiencia ontológica, pues nos revela sin mediaciones la idea de totalidad. Se trata de estados de fusión y comprensión que van más allá de las formas lingüísticas y, sin embargo, dicen más que ellas. En un instante, lo dicen todo —semejante a la experiencia musical— y permiten “tocar” o “vivir” —digámoslo así— la verdadera realidad. Es allí básicamente donde Paz encuentra los poderes de la sensibilidad y la imaginación.


No obstante, el cuerpo (incluida el alma) es una fuente de separación, vale decir, de incomunicación que también tiene un indudable peso ontológico. Paz lo plantea, en principio, considerando el problema comunicativo que envuelve la sensibilidad. En efecto, La llama doble culmina ocupándose del problema de la comunicación, un aspecto central para comprender la constitución de la cultura, pero a su vez una fuente radical de aporías que afectan la capacidad de comprensión de la sociedad contemporánea. Y para mostrarlo, se refiere a los diversos ámbitos desde los cuales se va constituyendo. El primero y fundamental de ellos es el mundo de la sensibilidad.


Los sentidos encierran un doble juego. Tienen un rol privilegiado en la experiencia amorosa y en el erotismo que surge del cuerpo, y contribuyen a la fusión de las almas. La historia del amor que ofrece Paz remontándose a los antiguos es, en alguna medida, una historia de la sensibilidad. No es una sorpresa entonces que Paz se haya ocupado de la naturaleza de los sentidos. Las diversas aproximaciones al tema de la soledad y la comunión y lo coloca en primer plano el problema de saber, qué es lo que puede llevarse al alma y al cuerpo.


“Los sentidos nos comunican con el mundo y, simultáneamente, nos encierran en nosotros mismos: las sensaciones son subjetivas e indecibles”. Paz se refiere al inevitable proceso de alienación en el que cae el hombre debido a su propia naturaleza, escindido del mundo sin la posibilidad de lograr un proceso duradero de reconciliación, de “comunión”, como le gustaba decir.

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